miércoles, 29 de octubre de 2008

El puente


Tiniebla en la misma tiniebla. Sólo yo puedo contarte, amigo mío, qué ocurrió en aquél puente. Porque yo estuve allí y, como Melville en su ballenero (pueden llamarle Ismael, pero todos sabemos que su nombre es Herman), sólo yo volví para contarlo.

La noche era azul, y habíamos ido allí para morir. No por agotamiento existencial, no por desengaños, no era un suicidio. Era ansia de conocimiento. Del conocimiento universal y absoluto. Necesidad de respuestas. De una respuesta. A la única pregunta que de verdad tenía importancia.

“¿Y después?”

Teníamos que comprender. Necesitábamos comprobar qué ocurría al otro lado. Y, aunque ahora pienses que es una locura, sólo había un modo de calmar nuestras expectativas. Uno de nosotros debía morir. Y debía regresar, aunque sólo fuera por un momento, aunque sólo fuera como un susurro, como una palabra. Debía enseñarnos. Dejarnos ver.

Acudimos cuatro personas a aquella cita. La suerte decidió. Para la ocasión, un dado de cuatro caras. Debo confesarte, compañero, que en aquél momento sólo deseé que no fuera mi número el designado por el azar. No lo fue.

Ian aceptó su destino con entereza. De cualquier modo, volvería. Ese día las aguas del Támesis estaban tranquilas. La Luna creaba juegos mágicos de reflejos azules y blancos sobre la superficie. Algunas nubes completaban el cuadro, creando una atmósfera sobrenatural para la ocasión.

Fue un disparo limpio. Su cuerpo se hundió dejando una mancha oscura de sangre que rompía la pureza del río. Esperamos allí, sentados, el resto de la noche, en señal de respeto. Al amanecer, marchamos a nuestras casas, a descansar.

Nadie resolvió nuestras dudas. Y éstas se acrecentaron. Por eso, el día que se cumplía un año de la muerte de Ian, estábamos allí, de nuevo en el Puente de la Torre, repitiendo los pasos, volviendo a experimentar. Esta vez no temía al resultado. Me sorprendió mi propia tranquilidad. Pero pude leer en los ojos de William que había rezado, como yo antaño, para que el dado designase a otro. Nadie respondió a sus plegarias.

Esta vez nos encargaríamos de que no fuese una muerte violenta: quizás ahí estuvo el error la otra vez. Bebió a nuestra salud, y el río recibió su cuerpo sin una señal de condena. De nuevo aguardamos al alba: era nuestro hermano, y le lloraríamos como tal. Quedábamos dos, y seguíamos demandando respuestas.

Nada ocurrió.

La carta llegó por sorpresa, justo un año después: “Raymond ha intentado suicidarse. Ven cuando puedas”. No debería haberme sorprendido.

No acudí: hice lo mismo que mi último compañero. Estaba cansado de no ser yo el elegido para morir. No dejaría que me trajesen las respuestas. Las buscaría.

Pronto estarás recuperado.

Siento que no recuerdes. Me preguntas por qué, Ray, te visito cada noche. Porque ni Ian ni Will lo consiguieron, pero yo sí. Encontré la verdad. Y, como prometí, hermano, he vuelto a traértela.


Juanma Ruiz

18 – 04 – 2001

2 comentarios:

Lolita blues dijo...

Lúgubre, misterioso y con un final que te hiela la sangre. Me encanta, enhorabuena. Este va a ser uno de mis rincones favoritos...

Silvia dijo...

genial esta iniciativa, hay que compartir el talento :)